Estamos ante un cambio de época trascendental. El mundo, tal como lo conocemos, estructurado en base al vínculo entre el Estado y el mercado está siendo fuertemente modificado por la irrupción un tercer agente: la red y las tecnologías.

La revolución digital no sólo transformó nuestras formas de comunicarnos y relacionarnos, sino que también ha intervenido en áreas que antes resolvían el Estado o el mercado, generando un nuevo sistema económico basado en el surgimiento de bienes y servicios colectivos.

Tal como plantea el pensador social Jeremy Rifkin en su libro La sociedad de coste marginal cero, la innovación y la creatividad generan una comunidad que se basa más en el deseo de fomentar bienes sociales, que en la expectativa de una recompensa económica. Esta nueva organización democratiza la economía y crea una sociedad más sostenible desde el punto de vista ecológico.

Siguiendo a Rifkin, en una economía de intercambio de mercado, los beneficios derivan de los márgenes. Por ejemplo, un músico vende el producto de su trabajo artístico a un sello a cambio de un contrato y de los futuros derechos por el disco. Luego, antes de llegar al comprador final, el disco pasa por varios intermediarios como un productor, un arreglador, un estudio de grabación, un distribuidor y, finalmente, una disquería. Cada parte que interviene en esta cadena aumenta los costos, añadiendo un margen de beneficio económico que justifique su participación en ella.

Hoy, sin embargo, el costo marginal entre producir y vender un disco se acerca a cero. Los sellos, disquerías y músicos han tenido que reinventarse ante la capacidad de estos últimos de grabar y vender sus canciones ellos mismos a través de Internet, a precios muy bajos y prescindiendo de toda la cadena involucrada en la producción de un disco. Este fenómeno ha transformado a industrias como la editorial, la de las comunicaciones y de entretenimiento porque miles de millones de personas tienen cada vez más acceso a más información y contenidos de manera casi gratuita, descontando el hecho de que ellos mismos pueden generar sus propios contenidos de entretenimiento e información.

A su vez, con la aparición de las energías renovables, la educación virtual y la impresión 3D, la revolución del costo marginal casi nulo comienza a afectar a otros sectores comerciales. Los consumidores se transforman en productores y generan su propia electricidad verde; más de 6 millones de estudiantes asisten a las mejores universidades sin haber pisado nunca la facultad y pagando un mínimo arancel; mientras que todos quienes tengan acceso a una impresora 3D pueden tener una reproducción del busto de Nefertiti en su casa.

Lo que ayer era entregado por el Estado o el mercado, hoy lo tenemos al alcance de la mano. Ya nadie piensa que existe un mercado de enciclopedias o diccionarios; con skype no se paga por llamadas de larga distancia y, con la capacidad de duplicarse cada dos años, las energías renovables no convencionales (solar o eólica), serán prácticamente un bien libre para el año 2030.

En este escenario, en el que el tamaño del Estado y el mercado comienzan a disminuir ante la irrupción de este tercer sector, la pregunta es: ¿Cómo somos capaces de introducir estos elementos que nos plantean una nueva realidad en las políticas públicas?, ¿Cómo lo incorporamos a nuestro mundo?

Tenemos que ser capaces de incluir tanto al Estado como al mercado en este nuevo espacio colaborativo, donde millones de personas se conectan entre iguales y participan en la creación de infinitas oportunidades y prácticas económicas que conforman un mundo común. Y, es este mundo común, el que permite que el capital social aumente a una escala sin precedentes y posibilite una economía basada en el hecho de compartir.

Debemos prepararnos para esta transformación global hacia un mundo colaborativo, e incorporar esta nueva organización económica como parte de nuestro desarrollo personal, local, nacional y mundial.

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