En pleno cambio epocal debemos ajustar las políticas a las demandas de los nuevos tiempos, manteniendo nuestras convicciones, movilizándonos por nuestros valores, transformándolos en ideas y convirtiéndolos en acciones. El futuro del socialismo está ahí, en su capacidad de implementar políticas que disminuyan las desigualdades, fortalezcan una democracia más participativa y permitan una mayor justicia social.

La caída del Muro de Berlín en 1989 impuso un debate sobre las orientaciones que debían adoptar los gobiernos progresistas y sobre su participación en la construcción en una nueva era democrática. El colapso del sistema soviético generó un replanteamiento entre los socialdemócratas sobre cómo acercarnos al nuevo orden mundial caracterizado por la globalización, la revolución de las nuevas tecnologías de información y los complejos cambios sociales que dieron paso a una sociedad posmoderna más diversa.

La renovación se dio a través de la Tercera Vía, propuesta que centró su desafío en identificar cómo las políticas públicas podían combinar las capacidades del Estado, de los grupos sociales y la sociedad civil, con las fuerzas del mercado. Esto implicaba un conjunto de nuevas disposiciones, y una forma distinta de hacer política progresista.

Años después, la crisis económica mundial de 2008 impulsó en este sector una importante reflexión acerca de la ideología neoliberal imperante en el mundo y, curiosamente, la primera respuesta surgió del entonces presidente conservador de Estados Unidos, George W. Bush, quien llamó a la primera reunión de líderes del G-20 en septiembre de 2008, ampliando el G-7 a las economías emergentes. Pese a que inicialmente se acordó reactivar la economía mundial con nuevos flujos de capital, al poco tiempo de este consenso surgieron diferencias respecto de las estrategias de cómo seguir y la falta de una visión progresista común se hizo evidente. Mientras el presidente Obama hacía hincapié en la necesidad de reactivar la economía a través de inversiones similares al enfoque de Roosevelt para el New Deal; en Europa se afianzaba una política de austeridad. Hoy, mirando hacia atrás, la pregunta es ineludible ¿Por qué los progresistas no utilizaron la crisis como una oportunidad para expresar su opinión? La ausencia de esta respuesta impulsó una pérdida de legitimidad hacia las instituciones democráticas y alimentó la ira y la alienación de un populismo peligroso en la extrema izquierda y derecha.

Para avanzar hacia una sociedad en donde la gente vale por lo que es y no por lo que tiene, el principal desafío está en establecer una nueva métrica que mida la desigualdad –más allá del ingreso por habitante– y que abarque distintos ámbitos de la vida de las personas.

El Estado es actor indispensable para resolver las tareas en el campo económico y social. Tenemos que terminar con su rol subsidiario y fortalecerlo para que conduzca y represente efectivamente a la voz de la ciudadanía. Debemos ser capaces de construir una democracia más participativa y liderar la formación de nuevas instituciones que canalicen las necesidades ciudadanas y conduzcan sus demandan en políticas concretas.

En el campo económico, es indispensable recuperar crecimiento, pero a través de políticas impulsadas por un Estado activo que regule y ordene el mercado. Esto implica diseñar un sistema tributario que modifique de manera real la distribución del ingreso antes y después de impuestos, para así acortar la brecha entre los que tienen más y los que tienen menos. Asimismo se debe fortalecer la utilización el salario mínimo que permite una mejora en la redistribución de ingresos. Acá está la diferencia central entre nosotros los socialistas y la derecha.

A esta agenda económica debemos incorporar una estrategia que reduzca las huellas de carbono y de agua asociadas a la capacidad productiva de una economía. En muy pocos años veremos cómo el desarrollo económico no sólo se medirá por el producto per cápita sino también por el nivel de emisión por habitante.

Debemos también impulsar políticas para que los derechos sociales se transformen en garantías y, para que esto suceda, tanto el rol del Estado en la gestión, como el de los ciudadanos en la exigencia, es fundamental.

En el plano internacional, el atentado de las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 modificó el orden mundial. Su efecto en la política de Estados Unidos, que lo condujo dos años después a la guerra contra Irak, demostró que ese país podía ganar una guerra, pero no la paz. Su rol como garante de una suerte de Pax Americana quedó fuertemente deteriorado. Pese a que Obama, junto a las Naciones Unidas, encabezó en 2011 la intervención en Libia y la caída de Gadafi, bajo el concepto de responsabilidad para proteger, el resultado no fue exitoso. Libia es hoy un Estado imposibilitado de gobernarse a sí mismo, un territorio en disputa por ISIS y en el que Rusia, con Putin a la cabeza, juega un rol fundamental. Estados Unidos está ausente de lugares como Siria, dejando de ocupar el rol de antaño, lo que se profundizará aún más con la llegada de Trump.

Esta transformación en las relaciones internacionales plantean el desafío de cómo los socialistas somos capaces de responder y liderar en un contexto en el que Estados Unidos no ocupa su rol de guardián de la paz en el mundo.

En todo el mundo hay nuevos retos que se avecinan, nuevos desafíos que pueden convertirse en oportunidades si las enfrentamos con un nuevo modo de pensar. Los progresistas debemos volver a liderar el camino con nuevos análisis, ideas y propuestas. Es hora de que la nueva generación responda a las preguntas sobre cómo profundizar la democracia, lograr mayor justicia social y, en última instancia, cómo construir una sociedad inclusiva que garantice la dignidad de cada ser humano y en donde cada uno tenga su lugar bajo el sol.

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