08Oct
2017
Escrito a las 4:15 pm

Lo que vivimos hoy no es una época de cambios, sino un cambio de época. Estamos en un momento que, como en otros durante la historia de la humanidad, diversos factores han modificado profundamente el curso de la actividad del ser humano en este planeta.

Para entender la profundidad de las transformaciones que experimentamos desde hace más de una década, es fundamental mirar tres acontecimientos que han sucedido en este tiempo. El primero es el acelerado crecimiento, al ritmo de algoritmos, de las tecnologías. La presencia de las TIC e internet se ha expandido con tal velocidad que hoy miles de millones de personas están interconectadas al instante. Hace doce años, aunque cueste creerlo, no conocíamos palabras como Facebook, WhatsApp o Twitter, y estas nuevas tecnologías han transformado para siempre las visiones del mundo, las formas de producción y la interacción entre los Estados con la sociedad civil.

El segundo acontecimiento fue la crisis económica de 2008, que significó que buena parte de la estantería de una economía liberal, basada solo en el mercado, se derribara estrepitosamente. Cuando ello ocurrió, el mundo volcó su mirada hacia los líderes de las grandes potencias, entendiendo que ellos debían resolver la crisis o, por lo menos, intentarían hacerlo. Era el regreso de la política por sobre los mercados, dado el fracaso de estos para impedir la crisis.

Y el tercer hecho, consecuencia directa del punto anterior, fue la expansión acelerada del sistema financiero por sobre la economía real. Esta globalización, que ha implicado un enorme bienestar desde el punto de vista del crecimiento económico de los países, ha significado, paradójicamente, un crecimiento desigual al interior de las sociedades.

Esbocé hace doce años que la democracia tenía que abrir espacios crecientes a la participación. Hoy podemos decir que los cambios mencionados han generado una disociación entre las instituciones políticas y la ciudadanía, que se traduce en una creciente pérdida de legitimidad hacia la clase política y una permanente sensación de insatisfacción con el devenir de la democracia. No basta ya con el ritual de la votación. Hoy la ciudadanía es más educada, más consciente de sus derechos y reclama ser escuchada por los poderes Ejecutivo y Legislativo, y por los partidos políticos. Esta desconfianza ha producido al interior de nuestras sociedades una fractura que cuestiona los valores esenciales de la democracia, la que dejó de cumplir las expectativas y de responder a las nuevas necesidades, en especial las de los sectores emergentes y medios, que dejaron atrás la pobreza y exigen demandas más complejas de satisfacer.

Si a esto se agrega que la crisis de 2008 generó un aumento de la cesantía y un crecimiento más lento, que ya no asegura el bienestar de las futuras generaciones, los motivos para la insatisfacción y desconfianza son poderosos. Las altas tasas de crecimiento o las elecciones periódicas no son suficientes cuando la legitimidad institucional está erosionada y se percibe que la economía funciona para unos pocos y no se practica la solidaridad entre todos los seres humanos.

En un contexto en el que, paradójicamente, mientras más se crece económicamente, más se profundizan las desigualdades entre los distintos sectores de una sociedad, la mayoría de los países –tanto los de mediano desarrollo como los más ricos- se enfrentan a un mismo desafío: reducir la desigualdad y satisfacer a una ciudadanía cada vez más demandante.

Las respuestas, entonces, debieran surgir a través de nuevas instituciones políticas, capaces de restablecer la confianza. La democracia debe ser participativa, de eso no hay duda, pero lo importante es cómo escuchamos las demandas de los ciudadanos y las incorporamos en la forma de gobernar. En este sentido, debemos generar canales de participación ciudadana civilizados, de manera que para hacerse escuchar no sea necesario caminar a la plaza Tahrir del Cairo, como en la Primavera Árabe de 2011, o acampar en la Puerta del Sol, como Los Indignados, o nuestros estudiantes en Chile, en 2011.

Se tiene que volver la mirada para recuperar la confianza mediante instituciones capaces de canalizar las demandas ciudadanas; mantener los niveles de crecimiento producto de una globalización, pero estableciendo reglas al interior de las sociedades que garanticen que los beneficios de la misma lleguen a todos, y concordar políticas sociales que aseguren que la palabra solidaridad sea la regla de los nuevos tiempos.

Sin embargo, estas tareas que tenemos que abordar al interior de nuestras sociedades se vuelven mucho más complejas cuando descubrimos que hay profundas diferencias conceptuales entre los países para abordar temas comunes que hoy enfrenta el planeta. Es el nuevo reto que emerge en el plano internacional, en donde se requieren respuestas colectivas frente al terrorismo, la guerra contra las drogas o el fenómeno de las migraciones. Ningún país es lo suficientemente poderoso para abordar estos asuntos de manera individual, y el mejor ejemplo está en el cambio climático. Debemos caminar hacia un entendimiento común sustentado en una gobernanza global, pues, en caso contrario, lo que está en peligro es la posibilidad de la vida misma en el planeta. Este será el gran desafío del siglo XXI y es allí donde el concurso de voluntades incipientes que firmaron el Acuerdo de París de 2015 abre un rayo de esperanza. Ojalá marchemos en esa dirección.

Durante estos últimos diez años hemos ido superando el reduccionismo de creer que en democracia bastaba la «gobernanza» con una economía de mercado ubicada en el centro de las estrategias políticas, y bajo un sistema internacional basado exclusivamente en la agenda antiterrorista consecuencia del atentado en Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, que desvalorizaba las instancias multilaterales. Hoy constatamos que las nuevas tecnologías nos obligan a ejercer una democracia mucho más participativa y, en lo económico, ante el auge de la globalización y el fracaso de las políticas neoliberales para enfrentar la crisis, debemos impulsar medidas con rostro humano, que generen condiciones de mayor solidaridad y contrarresten las tendencias de acumulación para unos pocos.

¿Habríamos imaginado que a comienzos del siglo XXI volvería un fanatismo religioso que pensábamos olvidado tras las guerras del siglo XVI y XVII? ¿Podríamos haber pensado que los nacionalismos se iban a exacerbar a un grado tal que muchas de nuestras identidades podrían estar en cuestión? Es necesario resistir a los reduccionistas, esclavos de ideologías que creen en un camino fácil para enfrentar estos retos.

Soy optimista. Creo en la capacidad del ser humano que, a lo largo de su historia, ha vivido dificultades mucho mayores que las descritas acá- para adaptarse, desarrollar pensamiento crítico e innovar sobre las nuevas realidades a las que se enfrenta. Las soluciones a los temas de nuestro tiempo deben estar profundamente enraizadas en las demandas ciudadanas, mediante políticas comprensivas y claras, sin reduccionismos de entendimiento que, bajo el pretexto de facilitar la administración de la realidad, solo empobrecen nuestra visión de ella y, con la excusa de la prudencia, nos inmovilizan.

La invitación es a ampliar el campo de lo posible para transformar el mundo en un sitio donde las personas puedan ser libres de verdad. Necesitamos encontrar -como señala Borges- «un tiempo caudaloso, donde todo soñar halla cabida». Sin un pensamiento que la sostenga y oriente, la acción es ciega. Sin una acción que la siga, el pensamiento es estéril. Entonces, como se ha sido propuesto reiteradamente desde la filosofía, obremos como personas de pensamiento y pensemos como personas de acción. Allí está la esencia de la tarea del futuro. Un futuro que también es nuestro. En este cambio de época.

* Texto basado en la intervención del ex Presidente Lagos con motivo de los 800 años de la Universidad de Salamanca, donde reexamina la visión entregada doce años atrás, con ocasión de recibir el título de Doctor Honoris Causa en la mencionada casa de estudios.

Publicado en El Mercurio

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