Estamos en un momento extremadamente duro. La pandemia y la crisis económica se sienten con profundidad en la vida cotidiana de los chilenos. Tenemos uno de los niveles de contagios más altos del mundo y las muertes crecen a ritmo acelerado. La pandemia ha sido un desafío enorme para todos los países y, en Chile, se sumó a la coyuntura que vivimos desde el estallido social del 18 de octubre de 2019. Nuestra apremiante situación requiere una respuesta urgente para que los más afectados y a quienes el sistema trata con mayor dureza, encuentren un camino de salida a las consecuencias de la pandemia y se inserten en la reestructuración económica posterior. 

Ahí reside la urgencia por avanzar en el Plan de emergencia para la protección y la reactivación, impulsado por miembros del Congreso y el Ejecutivo. Pero también es urgente proyectar una mirada a largo plazo –superior a los 20 meses de su ejecución– que dialogue con los logros y deficiencias que hemos tenido desde que recuperamos la democracia. 

Desde 1990, la calidad de vida de los chilenos ha aumentado en 3,5 veces, desplazando los índices de pobreza de 68% a un 8,6% de la población. Quienes superaron las carencias básicas hoy exigen bienes y servicios más complejos, como el acceso a un sistema de salud y educación pública de calidad y a una previsión social digna. Frente a estas demandas, no es posible mantener una recaudación fiscal donde los impuestos representan solo el 20% del Producto Interno Bruto (PIB). En otras palabras, mientras las ciudadanía multiplica por 3,5 veces su calidad de vida y demandan más al Estado, éste sigue recibiendo el mismo porcentaje de ingresos del PIB que hace veinte años. Tenemos un Estado incapaz de resolver los problemas que el país arrastra y que quedaron muy de manifiesto en las recientes movilizaciones.

Que Chile no haya aumentado su recaudación fiscal implica que por más dos décadas el Estado gastó más de lo que tenía y se endeudó año a año, pasando de una deuda pública del 5% del PIB, en 2006, a un 30% en la actualidad. Si bien nos hemos manejado con responsabilidad y tenemos un prestigio ganado, el aumento de nuestra deuda en un 25% en los últimos 25 años demuestra que los recursos fiscales son insuficientes para responder a las demandas sociales. Y esta coyuntura aún más compleja obligará a aumentar la deuda al menos un 50% del PIB para atender a los más desvalidos, enfrentar la crisis económica post pandemia y comenzar la reactivación. 

Pero la urgencia de la coyuntura no debe nublar nuestras proyecciones a largo plazo. Necesitamos grandes préstamos para llevar adelante el plan de reactivación y un consenso sobre los principios tributarios que nos deben gobernar a futuro. Y también debemos pensar hacia dónde dirigir esos fondos; este plan debe impulsar una gran inversión pública que genere puestos de trabajo y proteja a los más golpeados por la emergencia. Es el momento para hacer inversiones inteligentes, que combatan la creciente sequía, financien la expansión de la fibra óptica para iluminar a todo Chile, o se enfoquen en disminuir las emisiones de efecto invernadero y enfrenten el cambio climático.

En estos últimos 25 años, el Impuesto de Valor Agregado (IVA) ha sido el pilar de nuestra recaudación fiscal y representa el 49% de estos ingresos. Esa cifra refleja la presencia de una “igualdad injusta”, donde la carga de los impuestos al consumo es igual para todos, cualesquiera sean sus ingresos, y donde el más pobre práctiamente usa todo lo que gana para subsistir, pagándole un 19% al Fisco. Es el momento de implementar una nueva política fiscal de aplicación progresiva, sustentada en cinco principios*:

  1. Certeza: porque se basa en un consenso.
  2. Equidad: porque tiene un efecto redistributivo real de los ingresos, permitiendo un nuevo índice de igualdad donde quienes tienen más pagan más y quienes tienen menos, reciben más.
  3. Suficiencia: porque es coherente con las necesidades del Estado. 
  4. Eficiencia: porque es capaz de recaudar y proyectar el desarrollo económico.
  5. Crecimiento sostenible: porque estimula a la innovación e inversión.

¿Será posible que ante este enorme desafío, todos los sectores de la sociedad estén disponibles para aceptar estos cinco principios de un nuevo sistema impositivo? No quiero discutir impuestos, quiero discutir principios. Desde el retorno a la democracia, nunca ha habido tiempo para discutir los principios rectores de nuestro sistema impositivo. Es el momento de hacerlo. Con este sistema podríamos establecer el pago a la deuda externa sin asfixiar la economía y desarrollar una estructura regida por el fundamento de justicia social, parecida a la de aquellos países con el que tanto nos gusta compararnos. 

Ya no queda tiempo. Debemos lograr ahora un acuerdo nacional para atender la urgencia, pero también para establecer una ruta que permita al Estado responder a las demandas de una ciudadanía que exige dignidad para todos. 

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