Es muy posible que la ex canciller alemana Angela Merkel, al participar por última vez en la Cumbre de la Unión Europea, se haya despedido con una importante preocupación: la crisis con Polonia, que amenaza los cimientos mismos del gran proyecto de Europa. Desde el 7 de octubre, momento en que el ultra derechista partido gobernante, Ley y Justicia, dictaminó en Varsovia que la legislación de la Unión Europea y los fallos de su máximo tribunal no tienen prioridad sobre la legislación polaca, se entró en una espiral de peligro. Polonia rechazó así el principio rector de la UE, cual es reconocer la primacía del derecho europeo, que permite el buen funcionamiento del mercado interior y la cooperación judicial transfronteriza.

Todo se precipitó cuando el gobierno del primer ministro Mateusz Morawiecki insistió en mantener la llamada Sala Disciplinaria, una especie de tribunal para calificar a los jueces que habrían incumplido con sus deberes. Para las autoridades de Bruselas, el mecanismo busca sacar de los Tribunales de Justicia a todos aquellos magistrados que han buscado ejercer el derecho con independencia, y decidió aplicar un sistema de castigo financiero consistente en una multa de 1 millón de euros diarios, que se suma a otros recortes de fondos que ya se venían aplicando frente a las políticas anti-europeístas de ese gobierno.

Pero lo que ocurre en Polonia, y también con Hungría, es expresión de un problema político profundo: que la democracia europea ya no genera los entusiasmos del pasado entre muchos de sus ciudadanos. En varios países, también en la República Checa, la crisis económica de la última década, junto a la presencia de oleadas de migrantes, han creado un campo fértil para que los nacionalismos extremos y un neo-populismo ultra conservador lleguen al poder. El impacto de la elección de octubre de 2018 en Polonia fue un golpe para las fuerzas democráticas europeas: el partido Ley y Justicia volvió al poder con mayoría absoluta, algo que nunca había ocurrido en los veinticinco años de democracia polaca.

Así, se instaló la pugna entre la UE con sus valores democráticos y aquellos que, usando los mecanismos de la democracia, han llegado al poder para desde allí comenzar a socavarla. Esto no ocurre sólo en Europa, por cierto. Basta mirar las condiciones en que el pueblo de Nicaragua concurrirá a las urnas este 7 de noviembre para ver que el mismo modelo, el itinerario por el cual se pasa de un gobierno democrático a uno gobierno autocrático, también se expresa por estos lados. Ante la hoja de ruta de Polonia y los demás países del antiguo continente, la UE ve necesario reaccionar y aplicar medidas duras de contención. Algo que no ocurre en América Latina.

En noviembre de 2020, las instituciones de la UE pactaron la creación de un mecanismo para suspender los fondos comunitarios a los países donde se violen o pongan en peligro las normas del Estado de derecho. Nunca había ocurrido antes pero, ante las evidentes tendencias antidemocráticas constatables en varios de los países miembros, se acordó este castigo financiero multimillonario para frenar tales desviaciones. Ello entró en vigencia con el marco presupuestario de 2021 – 2027 y, como se dijo en su momento, “el acuerdo amplía la definición del concepto de Estado de derecho para incluir asuntos como el pluralismo político, la libertad de prensa o el respeto a las libertades en general”. Ese es el mecanismo que ahora se ha puesto en acción. ¿Tendrá resultados para contener la tendencia ultra derechista de Varsovia o producirá la salida de Polonia de la Unión Europea? ¿Y si ocurre un Poloniexit, como algunos llaman la posible salida, recordando la partida del Reino Unido, lo seguirán otros como Hungría o la República Checa? No lo sabemos, pero sí está claro que la UE decidió actuar con energía para defender su proyecto de libertad e integración democrática.

Esa posición firme es la que no vemos en esta hora crucial de América Latina. Se cumplieron 20 años de la Carta Democrática Interamericana, un texto de consenso firmado por todos los presidentes y primeros ministros de la época. El compromiso establecido en esa Carta fue claro: contenidos democráticos definidos, a ser respetados por todos; posibilidad de interpelar cada vez que un país se alejara de esos principios; medidas preventivas para evitar la caída de gobiernos democráticamente electos; y medidas ante gobiernos elegidos democráticamente, pero convertidos en regímenes autoritarios.

Aunque suena duro decirlo, este 7 de noviembre en Nicaragua se violarán los contenidos de esa Carta ante los ojos de todos los países del continente. Unas elecciones sin garantías, donde Daniel Ortega busca su tercera reelección y quinto mandato presidencial en un contexto de crisis política, con más de 37 líderes opositores detenidos o inhabilitados. Un hecho que hablará de retrocesos y de incapacidades, que ocurre bajo la sombra de una pregunta: ¿qué pasó para que aquel consenso sobre democracia y futuro impreso en la Carta Democrática Interamericana se convirtiera en un texto sin mayor vigencia?

La OEA resulta inoperante; los otros mecanismos regionales están fragmentados; los presidentes ya no dialogan de verdad. Hay declaraciones, pero Ortega las ignora. No existe una actitud política similar a la ejercida estos días por la UE, igualmente urgente en estas latitudes. Es inadmisible el silencio y la inacción de nuestros mandatarios. Frente a los antidemócratas es necesario consolidar los mecanismos del rechazo, actuar con energía y protegerse de aquellos que entran por la puerta de la democracia para luego destruirla. Una carta democrática que se viola impunemente, deja de cumplir el objetivo para el cual se estableció: sancionar a los que trasgreden las reglas de la democracia. Es lo que ocurre en Nicaragua.

Respetar la Carta Democrática Interamericana y cuidar la democracia es responsabilidad de todos.

Columna publicada en La Tercera

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