03Sep
2017
Escrito a las 5:59 pm

Hoy existen dudas que se realice la Cumbre fijada para mediados de octubre entre la Unión Europea (UE) y la Comunidad de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC). Dicen que esa cita podría suspenderse porque no hay condiciones políticas adecuadas para hacerlo. Si así ocurriera, sería mala señal, por cierto. Esto porque no son pocos los temas que pueden constituir una agenda moderna, con proyecciones, para el trabajo conjunto de ambas regiones.

Históricamente hemos vivido cercanos mientras el mundo se transformaba; hoy también hay desafíos globales que llaman a pensar juntos los cambios que viven nuestras sociedades. Y ello es especialmente válido en el espacio de lo Iberoamericano.

Hace diez años la Cumbre Iberoamericana tuvo como tema central la Cohesión Social. Era un tema lógico cuando se buscaba la consolidación moderna de la interacción entre Estado y Mercado para expandir el desarrollo social. En América Latina teníamos sistemas políticos consolidados donde la práctica ratificaba la legitimidad de los mismos. Había discrepancias serias, pero el debate cabía tenerlo en democracia. Gracias a los precios de las materias primas, se registraba un crecimiento económico sostenido. Fue aquella la década dorada. Y junto con crecer en América Latina focalizábamos y derrotábamos la pobreza. Había un cierto optimismo acerca del futuro.

Más allá, en Estados Unidos y Europa había estabilidad política. Demócratas y republicanos, socialdemócratas y democratacristianos en Europa, un poco más, un poco menos, emergían de cada elección con resultados acotados bajo un sistema político legitimado. Había crecimiento económico, no tanto como antes, pero se conocían las herramientas para el ajuste social. El debate más bien estaba en cuánto y cómo se impulsaban las políticas públicas. En ese plano el modelo norteamericano tenía diferencias con el modelo europeo, pero no obstante ello se avanzaba con cierta confianza en la construcción de una mirada común. Aún, protestas de antiglobalizadores de por medio, se seguía pensando que los hijos iban a vivir mejor que los padres. Sensación que por cierto estaba extendida en Europa. Diez años después todo ha cambiado.

Las tecnologías han transformado las formas de producción y los mercados de trabajo. Si el sistema financiero no era más del 10% de la producción en 1980 hoy es el 20 o 25% en Estados Unidos, Europa y buena parte de América Latina.

Las evidencias, sobre todo a partir de la crisis de 2008, indican como la globalización ha creado una economía engolosinada en sus propias cifras, pero alejada de la economía real.

Los frutos del progreso económico se concentran en unos pocos y por ello, por distintas razones, los sectores medios emergentes en América Latina y los sectores medios consolidados en Europa y Estados Unidos, han visto su futuro frustrado: en nuestros países las encuestas constatan el temor de volver a la pobreza; en Europa se habla de “los nuevos pobres”, mientras en Estados Unidos una investigación de la Universidad de Stanford indica que el 50% de quienes llegan al mercado del trabajo piensan que tendrán ingresos menores que sus padres.

Bajo esa forma de globalización los sistemas políticos dejan de ser legítimos. Aquí y allá hay una sensación de malestar con la clase política, con el mundo empresarial, con las élites. Y por eso encuentran terreno fértil los impulsores del Brexit en la salida de Inglaterra de la Unión Europea, los seguidores de Trump en Estados Unidos o de la señora Le Penn en Francia. Y en América Latina, donde se acerca un ciclo de elecciones presidenciales en países determinantes de la región, esa desafección con el sistema político puede llevarnos a constatar que ya no son tan sólidas las bases de nuestras democracias.

Lo que busco decir aquí es que tenemos tareas comunes. América Latina y Europa, especialmente en la interacción de España y Portugal con sus contrapartes latinoamericanas, deben poner sobre la mesa las preguntas reales que nos interpelan. ¿Cómo abordaremos la realidad del trabajo en el escenario de las nuevas tecnologías? ¿Cómo responderemos a los jóvenes sobre sus posibilidades de prosperidad a futuro? ¿Cuáles serán las medidas a tomar para colocar al sistema financiero en su rol pertinente, sin sofocar los crecimientos de la economía real? ¿Desde qué propuestas buscaremos revivir el diálogo con esa ciudadanía, hoy empoderada con las redes digitales, para que vuelva a confiar en la Política, así con mayúscula?

¿Dónde y cómo abordaremos las consecuencias de las migraciones que, de una u otra manera, van transformando nuestros paisajes humanos y nuestras convivencias? La globalización ayuda al crecimiento económico. ¿Cómo hacer que ese crecimiento no se concentre en unos pocos? ¿Se pueden concordar normas para ello?

Hace una década parecían estar claras las respuestas a las preguntas que nos hacíamos. Ahora nos damos cuenta que esas respuestas prácticamente ya no sirven para las actuales preguntas. Aquí y allá hay un gran desafío: entender los nuevos andares de la sociedad y recuperar desde el hoy su credibilidad en las instituciones y en los sistemas políticos. Hay pobrezas nuevas, pero también hay esperanzas nuevas. La tarea es avanzar hacia ellas.

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