Cuando asumí como Presidente uno de los objetivos fundamentales que me propuse durante mi gobierno, fue llevar a cabo una profunda modernización del Estado. En el caso de la regulación de la libre competencia, existía un decreto de ley impuesto por la junta militar en 1973, ineficaz tanto en términos disuasivos como de fiscalización.
En el año 2003, luego de estudios encargados a expertos y universidades se aprobó, por unanimidad en el Congreso, la ley N° 19.911 que creó el Tribunal de Defensa Libre Competencia (TDLC) y reestructuró las funciones de la ya existente Fiscalía Nacional Económica.
El Tribunal de Defensa de Libre Competencia se estableció como un órgano independiente, encargado de prevenir, corregir y sancionar los atentados contra la libre competencia. La Fiscalía por su parte se encargaría de controlar, investigar y presentar las acusaciones. Así, la representación del interés público quedaba en manos de la Fiscalía Nacional Económica, mientras que el TDLC actuaba ante las acusaciones de la Fiscalía o de la demanda de un particular.
Durante la tramitación del proyecto de ley, hubo consenso por parte de todos los sectores políticos en eliminar la penalidad de la práctica de colusión. El diputado socialista y uno de los abogados penalistas más importantes del país, Juan Bustos, señaló en su momento: “Con mucha razón, se han eliminado del proyecto estos delitos, pero se han incluido sanciones de carácter administrativo mucho más eficaces que las de carácter criminal, a través de la imposición de multas onerosas para aquellos que lleven a cabo graves violaciones a la libre competencia”. Así se consideró unánimemente que la pena de cárcel no era pertinente para este tipo de delitos, porque establece exigencias condenatorias incompatibles y mucho más complejas, que las necesarias para determinar una colusión.
En reemplazo de las sanciones penales se incrementaron sustancialmente las sanciones administrativas, pasando de multas de 10 mil mensuales a 20 mil unidades tributarias anuales (y que en 2009 se aumentaron a 30 mil). Dos años después, se estableció la figura de delación compensada, es decir, la denuncia de una práctica de colusión a cambio de un beneficio.
Las transformaciones legales que se establecieron con la ley N° 19.911 permitieron que casos emblemáticos de colusión como el de las farmacias en 2008, el de la producción de pollos en 2011, o el reciente cartel del papel sean conocidos por la Fiscalía Nacional Económica y juzgados por el TDLC. En estos casos, la Fiscalía Nacional Económica fiscalizó y denunció la colusión al Tribunal de Defensa del Libre Comercio el que impuso, en la mayoría de los casos, el máximo de las multas efecto.
Por su parte, el Código Penal, a través de los artículos 284 al 287 establece la posibilidad de penas de reclusión para este tipo de delitos. Entonces mientras el TDLC investiga y emite su veredicto, el Ministerio Público puede hacerse de ese veredicto y denunciar penalmente a quienes han incurrido en el delito de colusión. Un buen ejemplo de esto es lo que sucedió en el caso de las farmacias. En 2012 el TDLC condenó a las farmacias con una multa de 20 mil unidades tributarias a cada una, por delito de colusión de precios. Paralelamente el Ministerio Público hizo una demanda penal en contra de todos los que resultasen responsables. Sin embargo, en junio de este año el tribunal absolvió de todos los cargos a los dirigentes acusados estimando que las pruebas otorgadas por el fiscal no lograban acreditar lo hechos. Las mismas pruebas que eran concluyentes para el TDLC no lo fueron para demostrar las responsabilidades individuales en el caso penal.
Si hoy podemos debatir sobre la pertinencia y eficacia de las sanciones para la colusión es porque en estos 12 años se avanzó como no se había hecho en los treinta anteriores. Repensar la multa resulta imperioso ante el contexto actual. Para lograr un efecto realmente disuasivo, las multas deberían estar en función de la ganancia obtenida en la colusión, multando al cartel económico por el doble de las ganancias y, si la empresa no está en condiciones, obligar a sus directores a pagar con su patrimonio. La sanción final podría llegar incluso a que la multa sea el equivalente a lo que declara como utilidad, lo que significaría su disolución, sin poder seguir operando.
Reivindiquemos los logros que se alcanzaron con la modificación de la ley de colusión y perfeccionemos aún más el sistema de prevención de control de precios, la fiscalización y las sanciones disuasivas, siempre en beneficio de la sociedad y en la perfección de un sistema económico ético y que respete el libre desarrollo de las actividades económicas.
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