En menos de treinta años, el mundo se ha transformado tan profundamente, que ya no podemos hablar de tiempos de cambios, sino que de un cambio de época. La caída del Muro de Berlín y el ataque a las Torres Gemelas redefinieron el orden mundial, para dar paso a un contexto multipolar en el que ningún país, por poderoso que sea, puede resolver por sí mismo sus problemas. La crisis económica de 2008 significó el regreso de la política por sobre los mercados, y las consecuencias de la revolución digital de fines del siglo XX aún están por descubrirse. Todos estos acontecimientos han transformado para siempre la forma de producción, la interacción entre los Estados, la participación de la sociedad, y las visiones del mundo, llevándonos a la nueva era de la globalización.
La globalización ha implicado un enorme bienestar desde el punto de vista del crecimiento económico de los países, pero, al mismo tiempo, ha significado paradójicamente el surgimiento de una profunda desigualdad al interior de las sociedades. Este fenómeno, que afecta tanto a los países desarrollados como a los emergentes, ha generado una disociación entre las instituciones políticas y la ciudadanía, lo que se ha traducido en una sensación de desconfianza con el devenir de la democracia.
Según lo que plantea el filósofo Norberto Bobbio, en cada sociedad, todos tenemos que ser iguales a lo menos en algo. Este «mínimo civilizatorio» es un concepto dinámico, que va aumentando y adaptándose al crecimiento del país. Por ejemplo, en Chile, a principios del siglo XX se resolvió que la educación debía ser obligatoria durante cuatro años. Luego, la primera presidencia de Ibáñez la elevó a seis años; Frei Montalva estableció la obligatoriedad en ocho años y a comienzos del siglo XXI aumentó a doce años. Es decir, la educación obligatoria por cuatro, seis, ocho y doce años representa los mínimos civilizatorios de cada época del país.
Hoy, cuando la globalización arroja ganadores y perdedores, la democracia debe establecer cuáles son los bienes y servicios públicos que deberían estar al alcance de todos. Sin embargo, para que esta práctica sea legítima y funcione, el proceso debe estar en sintonía con la ciudadanía, porque, en último término, es ella la que define cuáles son esos bienes públicos.
En consecuencia con esto, se necesitan nuevas formas de medir los avances del desarrollo social que permitan ver dónde está viva la desigualdad. Por ejemplo, hasta hace muy poco, el principal dilema de nuestra región era la desnutrición. Sin embargo, en menos de 20 años eso se ha revertido y hoy uno de los principales problemas de salud es la obesidad, causa por la que mueren más niños que por asesinatos. Esta nueva realidad significa impulsar medidas dirigidas al grupo más expuesto, promoviendo una alimentación más sana, una vida menos sedentaria y un plan de educación preventiva.
Hay que abrir un debate civilizado y serio en el que entendamos lo mucho que hemos avanzado y todo lo que nos falta por delante. Porque mantener los niveles de crecimiento como resultado de la globalización y establecer reglas al interior de las sociedades que garanticen que los beneficios de las mismas lleguen a todos, implica concordar políticas sociales que definan cuál es el nivel de solidaridad que queremos para nuestros habitantes. Un ejemplo de esto es la propuesta del ingreso básico universal, que consiste en entregar a toda persona mayor de edad, independiente de su condición social, un ingreso mínimo indispensable para sobrevivir. Desde hace un par de años, en Finlandia están llevando adelante una experiencia piloto en dos ciudades, porque piensan que esta política es un medio para impulsar la innovación en los ciudadanos y les asegura un sueldo mínimo para que se atrevan a desarrollar sus propias habilidades.
No olvidemos que en la actividad pública el fin último es el ser humano. Está en las instituciones políticas asegurar la igualdad de oportunidades, enfocando su mirada en dar más donde hay menos, para que las personas sean valorizadas por lo que son y no por lo que tienen. Si logramos que todos los seres humanos seamos iguales en dignidad, habremos sido capaces entonces de garantizar el mínimo civilizatorio de Bobbio.
Si hoy hay una crisis en los sistemas democráticos en el mundo es porque tienen que ponerse al día con las nuevas realidades. No digo que sea fácil. Los cambios son vertiginosos, y siempre que creemos haber alcanzado la meta surge un nuevo horizonte. Debemos trabajar en conjunto por una mayor convivencia civilizada y eficiente, que le otorgue una dimensión realmente humana a esta nueva era.
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